Sé que no puedes leer mi carta, a pesar de tu innata inteligencia y sabiduría, pues no fuiste instruido para ello. Está bien. Sólo te has perdido la lectura de algunos libros que considero buenos. Por otro lado, el hecho de no poder leer te economizó la agónica exposición a los tontos titulares de los periódicos, los ridículos artículos de las revistas y los mensajes comerciales que aparecen en los grotescos rótulos que afean el entorno por dondequiera.
No puedo imaginarte leyendo en la portada, de lo que se supone que sea nuestro principal medio impreso, sobre el aumento de busto número «dieciocho» de la frívola actriz, cantante o empresaria Fulana de Tal, destacándolo como una noticia de relieve.
O discutiendo hasta la saciedad los insultos que cierta consejera política de muy poca monta acostumbra a hacer en las redes sociales, cargados de racismo y homofobia, para luego intentar atenuarlos diciendo que fue hackeada, o que su pedigrí ancestral incluye a una abuela negra. En su vano empeño por suavizar la crítica, lo único que le faltaría sería aceptar que, distinto a la imagen de señora que quiere proyectar, su ortodoxia sexual también se derrumbó hace mucho tiempo.
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Nada. No te quiero aburrir contándote tonterías que no vienen al caso. Cerraré el punto diciéndote que el no saber leer te ha librado de la inconsecuencia de la mediocridad y la parcialidad periodística del país, y además te ha economizado la horrorosa experiencia de enterarte de las barbaridades que la sociedad comete a diario contra tus semejantes y que las noticias exponen de la forma más cruda y burda posible, no por genuino interés en intervenir por tu causa, sino con la única y mezquina intención de llamar la atención y vender más.
Querido Amigo. Ya sé que tampoco puedes hablar. Y ¿qué importa? Nunca has necesitado de palabras para decirme lo que sientes.
Tus ojos saben contármelo todo. Tu mirada, esa expresión sincera que nunca miente, que nunca engaña, conforma un idioma universal que puede prescindir del verbo. Tu lealtad no tiene límites. Eres capaz de todo por protegerme. Si es necesario, me defenderías con uñas y dientes de cualquier amenaza que se me encime en tu presencia.
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¿Cuántas veces tu alegría contagiosa me ha rescatado de profundas penas y le ha devuelto el ánimo a mi existir? Siempre juguetón, bienhumorado, inventivo. ¿Quién como tú se esmera, con tus travesuras espontáneas, en sacarme una sonrisa, aun si mi corazón está roto y mi alma divaga en la penumbra? Incluso cuando por cualquier motivo he sido injusto y cruel contigo, nunca me guardas rencor, como si la culpa, en lugar de mía, fuera tuya.
Dicen por ahí que los viejos amigos son los mejores. Contigo comprobé que no es cierto. Por lo menos, no del todo. Fíjate que te vi nacer hace apenas tres años. En tan corto tiempo puedo decir, sin temor a equivocarme, que en muchas formas, a pesar de tu corta edad y del poco tiempo transcurrido desde que entrelazamos nuestras vidas, ya te considero mi mejor Amigo.
Gracias por tu amistad, tu lealtad, tu nobleza, mi perruno Amigo, Cabo…
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