Imagen: El General Nelson A. Miles.
En la historia de los pueblos, hay palabras que resuenan más que cañones. Palabras como libertad, justicia, gobierno propio. Pero cuando esas palabras llegan en barcos de guerra, vestidas de uniforme extranjero y habladas en un idioma que el pueblo no entiende, suenan más a conquista que a redención. Ese fue el caso de Puerto Rico en 1898, cuando la isla fue invadida por las tropas de Estados Unidos en el contexto de la Guerra Hispanoamericana. El General Miles, comandante de las fuerzas estadounidenses en el Caribe, desembarcó en Guánica y proclamó solemnemente que no venían como enemigos, sino como libertadores. Afirmó que los estadounidenses traían consigo “las bendiciones de un gobierno libre y civilizado”.
Lo hizo en inglés, un idioma que la inmensa mayoría del pueblo puertorriqueño no comprendía. La promesa no solo estaba destinada a sonar lejana; estaba diseñada para ser incomprendida. Las palabras eran claras para Washington, pero herméticas para los campesinos, los obreros y los autonomistas que apenas comenzaban a construir una identidad nacional propia bajo la Carta Autonómica concedida por España solo unos meses antes. Aquel mensaje de «libertad», anunciado por boca del general Miles, no fue traducido oficialmente ni comunicado en los términos en que la población puertorriqueña habría podido debatirlo, cuestionarlo o siquiera abrazarlo. Y esa fue la primera gran promesa rota: la libertad fue pronunciada en un idioma ajeno, y jamás fue entregada, ni puesta en acción.
La voz del desengaño: Porto Rico: A Broken Pledge
Treinta y tres años después, en 1931, el desencanto de esa promesa se formalizó en un estudio pionero. Los historiadores Bailey W. Diffie y Justine Whitfield Diffie, en su libro Porto Rico: A Broken Pledge documentó con precisión y con indignación el incumplimiento sistemático de los ideales democráticos por parte del gobierno de los Estados Unidos hacia Puerto Rico. El libro no se escribió desde una trinchera independentista, sino desde el corazón mismo del pensamiento liberal norteamericano.
Y, sin embargo, lo que denunció fue claro: Puerto Rico fue objeto de una traición política. Se prometió libertad y autogobierno, pero lo que se implantó fue un régimen colonial con disfraz de administración benévola. Se les negó a los puertorriqueños el derecho a elegir su propio gobernador, se impusieron decisiones económicas desde Washington, se minaron las estructuras locales de poder y se institucionalizó el racismo cultural a través de la imposición del inglés en las escuelas y el desprecio a la cultura criolla.
El texto de los Diffie fue una advertencia temprana: lo que comenzó como una promesa libertaria se convirtió en un laboratorio colonial. Y lo peor era que esa promesa rota seguía vigente. No era una traición pasada: era una continuidad viva, estructural y legalizada.
La ironía más cruel: la Ley PROMESA
Y así llegamos al siglo XXI. Cuando ya creíamos haber visto todos los disfraces del colonialismo, apareció el más cínico: una legislación llamada PROMESA, firmada en 2016 por el presidente Barack Obama y aprobada sin consulta al pueblo de Puerto Rico. El acrónimo —Puerto Rico Oversight, Management, and Economic Stability Act— tiene la ironía de titularse con la palabra que más daño nos ha hecho: promesa.
¿Y qué prometía esta ley? En teoría, estabilizar la economía puertorriqueña y facilitar la reestructuración de su deuda. En la práctica, lo que hizo fue imponer una Junta de Control Fiscal con poderes que exceden incluso a los del gobierno electo. Una entidad cuyos miembros no fueron seleccionados por los ciudadanos de Puerto Rico, que no rinde cuentas al pueblo y que puede vetar presupuestos, imponer recortes, y definir el futuro económico de la isla sin ningún mecanismo democrático interno.
La Ley PROMESA no es una solución: es la confesión brutal de que Puerto Rico sigue siendo una colonia. Lo que se presenta como una ayuda es en realidad una forma sofisticada de intervención política. Es la institucionalización de la desconfianza, el castigo al colonialismo mal administrado y la evidencia de que la promesa de 1898 nunca fue más que eso: una ficción útil para Estados Unidos.
Una constante colonial
La historia de Puerto Rico, desde 1898 hasta hoy, puede leerse como un relato de promesas rotas. No se trata de accidentes ni errores de cálculo. Se trata de una estructura de dominación política sostenida por discursos que simulan generosidad, pero que encubren subordinación.
Desde la llegada de Miles, que prometió libertad sin entregarla, hasta los estudios que denunciaron el abandono moral del Congreso, y ahora con una Junta de Control que administra el país desde las sombras, la constante ha sido el despojo de la soberanía, legitimado con promesas que nunca se cumplen.
¿Qué hacemos con las promesas?
Llegados a este punto, la pregunta no puede ser retórica: ¿qué hacemos con las promesas incumplidas? ¿Las archivamos como episodios tristes de una historia inalterable? ¿O las leemos como advertencias y lecciones políticas?
Si algo nos enseña esta secuencia de eventos —de 1898 a 1931, de la invasión a la Junta— es que la libertad no se delega, no se concede, ni se promete desde fuera. Se construye desde dentro. Y se construye con memoria, con dignidad y con lucha. Pero también se construye con responsabilidad.
Puerto Rico ha sido víctima de múltiples promesas —rotas, pospuestas, traicionadas—, pero también ha sido protagonista de resistencias. Desde la Masacre de Ponce, 1937, hasta la salida de la Marina de Guerra de Estados Unidos en Vieques, han nacido movimientos que le recuerdan al país que no todo está perdido mientras quede conciencia y voluntad. Sin embargo, en ese espejo que es la historia, también debemos reconocernos como actores de nuestras propias omisiones.
No basta con señalar hacia afuera. Es necesario rendir cuentas hacia adentro. Los gobiernos que han administrado este país tienen una deuda profunda con el pueblo, pero también la ciudadanía ha fallado al no exigir con fuerza, al no fiscalizar con constancia, al no movilizarse con la urgencia que exige la precariedad nacional. La colonización no es solo un hecho jurídico o geopolítico; es también un hábito mental que nos ha acostumbrado a esperar salvación desde afuera.
Y eso debe terminar. Hoy, más que nunca, debemos rechazar el espejismo de la promesa ajena para comenzar a formar promesas propias. Promesas que no dependan de Washington, y su escalada hoy de reducción de fondos federales de los cuales la Isla es dependiente en cerca de un 90%, ni de una Junta impuesta, ni de discursos huecos. Debemos comenzar con promesas tejidas desde la conciencia crítica, la participación activa y el compromiso colectivo.
Porque la historia no perdona la indiferencia, y la memoria solo se transforma en dignidad cuando nos atrevemos a actuar.
Excelente. Gracias Al Adoquín de vez en cuando nos ofrece lecturas valiosas y dele antes de contenidos históricos y culturales. Enhorabuena a di Hernández
Estas son palabras urgentes en estos tiempos de desolación. Hay que transformarse para salvarnos!
Simplemente EXCELENTE.